"El Jugador"
Intentaba
enderezar la pajarita de su viejo esmoquin, mientras el espejo le devolvía la
mirada de un extraño. Pasaba sus manos sobre el vidrio en un intento por borrar
aquel monigote alargado que invadía su intimidad y que no le dejaba vestirse: “Vete, vete, que no me dejas ver los
botones”, le decía irritado. Se giró de perfil con un gesto inefable de
derrota para ignorar su presencia, mientras buscaba entre la ropa su sombrero.
Sólo volvió la cabeza un instante y, con el tono de quien pide permiso, le dijo:
“Tú te quedas aquí, ¿eh?, que yo me basto
solo”, mientras cerraba las puertas del armario.
No conseguía
recordar cuándo comió por última vez y no le preocupaba, pero de beber no se
olvidaba. Se palpó la petaca en el bolsillo suspirando; estaba llena, pero no
del whisky etiquetado que le gusta. Trató de enderezar la espalda, que el peso
de los años inclinaba hacia delante, y salió del antiguo caserón a la calle en
busca de fortuna como en tantas otras ocasiones.
Al llegar a la
puerta del casino se sintió de nuevo en casa. Todos le conocían; había sido
educado y zalamero con las señoras, generoso con las propinas y las mieles de
la fortuna lo habían agasajado con frecuencia. Antaño con los naipes fue un
maestro, casi un mago, parecía su profesión, pero desde que Rosalía se fue, ya
nada era igual. Maldijo el día en que discutieron cuando ella descubrió su
doble vida. Vio cómo se iba llorando de la casa con el niño, su hijo, y jamás
volvieron. Me lo merecía. ¿Cómo pude jugar
y perder lo que más quería? ¿Por qué no le pedí perdón? ¿Por qué no les hice de
nuevo el centro de mi vida? Ahora
bebía para olvidarla y se arriesgaba sobre el abismo de la locura como castigo.
La soledad le carcomía por dentro; cada copa era un tsunami en su cerebro y
cuando la razón emergía, quería morirse allí mismo, sin miedo, sin consuelo.
Pero el sopor de los recuerdos no se alejaba y seguían a su lado deshilando los
jirones de su vida.
Las luces de la
sala y el humo amarilleaban las miradas, mientras las sombras íntimas de las
esquinas transformaban el lugar en el sitio perfecto para invocar al
escurridizo azar. El tapete esmeralda desprendía espejismos de ganancias y
riquezas, pero la suerte sabía esquivar la doma. Durante meses le había dado la
espalda pero hoy iba a ser diferente, lo presentía. Se acomodó en una mesa
frente a cuatro caras inexpresivas. Manos pálidas y rápidas organizaban el
juego. Las cartas se deslizaban sobre el terciopelo como expertas patinadoras,
al encuentro de dedos nerviosos y tensos que aguardaban en el borde de la mesa.
Desde el principio trató de controlar y contar cada movimiento para adivinar la
jugada, pero una y otra vez los palos de la baraja se mezclaban, incoherentes,
sin alistar a los comodines. No puede ser. La vista se le nublaba. Con angustia
pensó: “Hoy tengo que ganar por fuerza,
ya no me queda nada, estoy perdido”. Y cada ronda era peor que la anterior.
Palpaba inquieto el tapete, las fichas rojas y blancas pasaban a otras manos.
Paulatinamente, con cada cigarro y cada copa, se iban consumiendo las horas
hasta llegar a la nada. Entonces cesó la música; las atractivas chicas, de
grandes ojos pintados de negro y bocas sugerentes y afrutadas, desaparecieron.
Las mesas se vaciaban. Todos se iban. La noche cedía el paso al día y la luz se
abría camino entre los cortinones granates del salón. Pero él, desorientado, ya
no sabía si iba o venía. Le acompañaron a la salida y allí le dejaron solo,
como a un huérfano, sin dinero, y sin orgullo.
Pasó bajo el
arco de luces de la entrada del local que parpadeaban y le rendían honores,
como a un soldado que sobrevive a la batalla. Salió a la calle con un andar
inseguro. Afuera llovía con fuerza y oscurecía el amanecer. La gran avenida,
adoquinada y brillante, conducía hacia al puente. Fue fácil encaramarse a la
piedra helada y resbaladiza, dejarse ir y saltar. No tuvo que pensarlo mucho,
ya lo tenía ensayado en su mente. Ni siquiera notó la frialdad del agua. Se
dejó engullir sin luchar, arrastrado por el torbellino de la corriente que
borraría todas las miserias de su vida y lo acercaría, tal vez, a su amada
Rosalía.
Mar Lana