La oscuridad del alba
Llevo zapatos nuevos y sus finos tacones,
con tapas de metal, repiquetean emitiendo un sonido que se propaga por la calle,
introduciéndose en cada grieta como el eco del sonido de las campanas de la
Iglesia cuando tañen por un funeral. Pero, ¿qué es lo que digo? ¿Por qué he
pensado en los muertos? Acelero el paso. Será porque hoy la noche es negra y no
queda rastro de las estrellas, ni vestigio de la luna y sólo la débil luz de
las farolas consigue hacer cercana la compañía de mi sombra.
Sin
querer, delato mi presencia y ando sola en esta larga y gris acera como en una
pasarela de la que ya se han ido los posibles compradores. Levanto los talones como
puedo para apoyar sólo las puntas y el sonido se amortigua. Miro de reojo a mi
sombra que sigue a mi lado andando
como una geisha. ¿Y si hablamos tú y yo? El silencio es absoluto. Entonces me asalta
de golpe una risa boba. No debo
preocuparme; todos duermen a estas horas; es más de medianoche.
Yo soy, en el barrio, la que va y viene
en las madrugadas por obligaciones contratadas que me ayudan a pagar mis numerosas
deudas. Hace frío y la humedad hace temblar mis piernas. Las medias no abrigan
y la falda corta y el escote me hacen sentir desnuda. Una fina niebla que
proviene del mar cercano blanquea el aire y trae un fuerte olor a salitre. Aprieto
el paso, cuando oigo un leve roce en el asfalto. Me vuelvo y me esfuerzo en
abrir mucho los ojos y atisbar aquella esquina, pero sólo veo la negrura opaca del
entorno. Camino rápido sin mirar atrás. Sujeto con fuerza mi bolso, me encojo y
sigo andando. Giro la cabeza de nuevo. Ahogo un grito: “¡hay otra sombra!”
Me
parece enorme. Aterrorizada apoyo de nuevo los talones para ir al trote. El
corazón va desbocado. En la pared mi sombra ya no está sola, veo cómo la nueva
silueta se alarga y se acerca. Los tacones atruenan, un vaho blanco sale de mi
boca abierta y voy sin aliento en una carrera a la deriva. Tiro el bolso,
abandono los zapatos y continuo descalza corriendo enloquecida, hasta doblar la
esquina.
El frenazo es brutal. Una enorme mano
atenaza mi garganta y me sostiene en el aire. Mis piernas no tienen dónde
apoyarse. No puedo respirar. Mis manos se agarran a su muñeca mientras intento
patalear. Con la otra mano me hunde el vientre contra la pared como quien ensarta
una mariposa, mientras rebaja la presión en mi cuello. Es un hombre fuerte. Mi
cara está a su altura. No le veo el rostro porque mis ojos cerrados no quieren
abrirse. Acerca su boca, huelo su aliento agrio y rancio, me olisquea, y babea.
Noto cómo entierra su nariz en mi pelo buscando la oreja y me susurra: “¡Zorra!
Ya ha terminado tu carrera”. Su cuerpo, pegado a mí, no deja que me mueva. Me
voy a desmayar. Pero él afloja de nuevo. Veo otra sombra doblar la esquina.
Ahora son dos. Retira su mano y deja libre un lado de mi cuello. Noto un
mordisco profundo y un dolor agudo que me lleva de viaje a las tinieblas. Al
profundo abismo del mal entre espirales de fuego y gritos de agonía. Mi cuerpo
convulsiona en un éxtasis pero no encuentra la luz blanca, esa luz que las
almas esperan cuando salen de este mundo de miserias. Sólo hay espectros, caras
retorcidas, y un camino de retorno a la misma escena.
Al fin, abro los ojos y con gran sorpresa
para mí le sonrío. Él me deja en el suelo con una carcajada.
—Bienvenida a mi mundo, querida—dice,
mientras sus ojos sanguinolentos valoran su elección y su resultado. Vuelve a
reír, satisfecho, mientras sus colmillos relucen con luz propia.
A una señal de mi amo el otro hombre se
acerca a mí y me toma de la mano. Me envuelve en su capa y los tres nos
deslizamos calle abajo confundiéndonos con las sombras. A lo lejos se oyen las
campanas de la iglesia que tocan a maitines.
Mar Lana
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