miércoles, 27 de noviembre de 2013

"La oscuridad del alba" (Relato corto)



La oscuridad del alba

Llevo zapatos nuevos y sus finos tacones, con tapas de metal, repiquetean emitiendo un sonido que se propaga por la calle, introduciéndose en cada grieta como el eco del sonido de las campanas de la Iglesia cuando tañen por un funeral. Pero, ¿qué es lo que digo? ¿Por qué he pensado en los muertos? Acelero el paso. Será porque hoy la noche es negra y no queda rastro de las estrellas, ni vestigio de la luna y sólo la débil luz de las farolas consigue hacer cercana la compañía de mi sombra.
 Sin querer, delato mi presencia y ando sola en esta larga y gris acera como en una pasarela de la que ya se han ido los posibles compradores. Levanto los talones como puedo para apoyar sólo las puntas y el sonido se amortigua. Miro de reojo a mi sombra que sigue a mi lado andando como una geisha. ¿Y si hablamos tú y yo? El silencio es absoluto. Entonces me asalta de golpe una risa boba.  No debo preocuparme; todos duermen a estas horas; es más de medianoche.
Yo soy, en el barrio, la que va y viene en las madrugadas por obligaciones contratadas que me ayudan a pagar mis numerosas deudas. Hace frío y la humedad hace temblar mis piernas. Las medias no abrigan y la falda corta y el escote me hacen sentir desnuda. Una fina niebla que proviene del mar cercano blanquea el aire y trae un fuerte olor a salitre. Aprieto el paso, cuando oigo un leve roce en el asfalto. Me vuelvo y me esfuerzo en abrir mucho los ojos y atisbar aquella esquina, pero sólo veo la negrura opaca del entorno. Camino rápido sin mirar atrás. Sujeto con fuerza mi bolso, me encojo y sigo andando. Giro la cabeza de nuevo. Ahogo un grito: “¡hay otra sombra!”
 Me parece enorme. Aterrorizada apoyo de nuevo los talones para ir al trote. El corazón va desbocado. En la pared mi sombra ya no está sola, veo cómo la nueva silueta se alarga y se acerca. Los tacones atruenan, un vaho blanco sale de mi boca abierta y voy sin aliento en una carrera a la deriva. Tiro el bolso, abandono los zapatos y continuo descalza corriendo enloquecida, hasta doblar la esquina.
El frenazo es brutal. Una enorme mano atenaza mi garganta y me sostiene en el aire. Mis piernas no tienen dónde apoyarse. No puedo respirar. Mis manos se agarran a su muñeca mientras intento patalear. Con la otra mano me hunde el vientre contra la pared como quien ensarta una mariposa, mientras rebaja la presión en mi cuello. Es un hombre fuerte. Mi cara está a su altura. No le veo el rostro porque mis ojos cerrados no quieren abrirse. Acerca su boca, huelo su aliento agrio y rancio, me olisquea, y babea. Noto cómo entierra su nariz en mi pelo buscando la oreja y me susurra: “¡Zorra! Ya ha terminado tu carrera”. Su cuerpo, pegado a mí, no deja que me mueva. Me voy a desmayar. Pero él afloja de nuevo. Veo otra sombra doblar la esquina. Ahora son dos. Retira su mano y deja libre un lado de mi cuello. Noto un mordisco profundo y un dolor agudo que me lleva de viaje a las tinieblas. Al profundo abismo del mal entre espirales de fuego y gritos de agonía. Mi cuerpo convulsiona en un éxtasis pero no encuentra la luz blanca, esa luz que las almas esperan cuando salen de este mundo de miserias. Sólo hay espectros, caras retorcidas, y un camino de retorno a la misma escena.
Al fin, abro los ojos y con gran sorpresa para mí le sonrío. Él me deja en el suelo con una carcajada.
—Bienvenida a mi mundo, querida—dice, mientras sus ojos sanguinolentos valoran su elección y su resultado. Vuelve a reír, satisfecho, mientras sus colmillos relucen con luz propia.
A una señal de mi amo el otro hombre se acerca a mí y me toma de la mano. Me envuelve en su capa y los tres nos deslizamos calle abajo confundiéndonos con las sombras. A lo lejos se oyen las campanas de la iglesia que tocan a maitines.
                                                                                  

                                                                                                              Mar Lana

                                 

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