lunes, 27 de enero de 2014

Las decepciones son constantes cuando el hombre, cargado de imperfecciones, pretende ganarle la carrera a la utopía.

ML


Secuencia de familia


                                                 Secuencia de familia


Esta tarde mi hijo llegó pronto a casa. Sólo un cuarto de hora después de que finalizaran las clases del colegio. Cuando entró, pasó junto a mí cabizbajo, el gesto adusto y los labios apretados. No hubo un saludo ni siquiera una mirada. En dos zancadas llegó a su habitación y, para entrar, dio un puntapié a la puerta que, tras rebotar contra la pared, se cerró con estrépito haciendo vibrar toda la casa. Una mezcla de susto y sorpresa me llevó a ir detrás de él, antes de que se percatase de que no había guardado su intimidad cerrando con llave.

—¿Qué ocurre, Dani? ¿Ha sucedido algo en la escuela?

 Iba a continuar insistiendo, cuando al entrar en la habitación me sorprendió verla tan diferente. Daniel, desde que murió su padre, apenas me dejaba asomarme a su cuarto argumentando que quería tener intimidad y que él se ocuparía de arreglarlo. Pensé: “se está haciendo mayor, es un adolescente y me pareció lógico que quisiera tener un espacio propio”. No obstante, me hice la desentendida y entraba de vez en cuando para ordenarle la ropa. No utilizaba las perchas, todo lo iba dejando amontonado en una butaca hasta taparla por completo. Luego, no encontraba nada limpio en el armario para ponerse. Y en la medida que se dio cuenta de que no iba a poder evitar mis incursiones semanales, utilizó la llave para todos los compartimentos que contaban con cerradura. Los cajones de la mesa de estudio situada debajo de la ventana, el archivador. Llegó, incluso, a comprar en un mercadillo un baúl bastante grande que cerraba meticuloso con un candado y que colocó a los pies de la cama. También daba uso al pestillo de la puerta.
Al principio, vi que sustituía los juguetes infantiles por otros adornos propios de su edad. En la librería de madera, situada en la pared del fondo, empezó a quedar espacio que rellenó con libros, fotografías, y algún pequeño trofeo de actividades colegiales. Pero después, me di cuenta de que empezaban a faltar objetos queridos y que eran reemplazados por otros menos personales. Desaparecieron fotos, en algunas estaba con su padre pescando y acampando en el monte, otras eran de los amigos de la infancia. Tampoco estaba ya el retrato sonriente de su mejor amiga. Hoy la habitación estaba a oscuras. Las persianas, entornadas, no dejaban ver los árboles de la calle. El olor a cerrado, unido con el incienso de las velas, hacían el ambiente irrespirable. La ropa ya no se veía en la butaca, sino en el suelo, desperdigada en feliz mezcolanza con los zapatos y algunos discos. Una hilera de posters negros, cada cual con personajes más aterradores, empequeñecían la habitación. La cama era un revoltijo de telas arrugadas y sobre ellas mi hijo, todavía un niño, tumbado con los cascos puestos en la cabeza martirizando sus oídos con la chirriante Metálica, al mismo tiempo que grandes lagrimones resbalaban por sus sienes y mojaban la almohada.
—¡Eh!, quítate eso de la cabeza, me gustaría hablar.
Dani dio un respingo al verme tan cerca. Supongo que creyó haber cerrado bien la puerta.
—¡Mamá, joder!, ¿qué haces aquí? Me prometiste no entrar. Este es mi cuarto. Quiero estar solo—dijo, desconsolado, mientras se restregaba la cara —. No quiero hablar con nadie, ¡márchate!
—No puedo irme, me preocupas, soy tu madre. Sé que te pasa algo y que llevas un tiempo esquivándome. No puedo adivinar lo que te sucede.
Dani, se dio la vuelta en la cama dándome la espalda. Como en otras ocasiones daba por finalizada la conversación, pero esta vez no me rendí.
—Venga, hijo, no tienes una madre tan torpe como para no entender lo que te inquieta. Si hablas conmigo te vas a sentir mejor.
— ¿Te acuerdas de papá? —dijo, con un hilo de voz, tras unos minutos que me parecieron una eternidad.
—Pues claro, ¿crees que puedo olvidarle? Fue el amor de mi vida —contesté aliviada al comprobar cómo, en esta ocasión, esa muralla que envolvía a mi hijo empezaba a agrietarse. Incluso, por un momento, bajé la guardia y estuve a punto de perderme entre mis recuerdos y llorar con él.
—Ya no le recuerdo, mamá. Cada día tengo más desdibujado su semblante. La verdad es que no quiero acordarme de él para no echarle de menos.
Antes de seguir hablando hizo un movimiento para acurrucarse más en la cama.
—Tenía que estar aquí con nosotros —continuó—, no es justo. Seguro que entonces esos chicos me dejarían en paz. Yo debo ser el hombre de la casa, hacer como hacía papá, y en cambio estoy aquí encogido con miedo a salir a la calle. Él se avergonzaría de mí.
—No es una vergüenza sentir miedo —dije, mientras me acercaba para acariciarlo —. ¿Quiénes son esos chicos? Podemos buscar la solución juntos.  Todavía somos una familia.
Se dio la vuelta y me miró inseguro. Calibraba la eficacia de mi ayuda frente a las posibles represalias de compañeros sin escrúpulos.
—Son dos bravucones del cole — respondió con lentitud, con miedo a seguir hablando —. Hoy me han quitado la cazadora—de nuevo hizo una larga pausa —. Me han amenazado con una paliza si no les doy lo que piden. Mis amigos no quieren saber nada porque les temen.
Después de oír aquello, me dirigí a la ventana y la abrí de par en par. Una ráfaga de viento depuró el ambiente y apagó las velas. La naturaleza, desbordante de vida, entró a raudales en la habitación con los rayos del sol.
Ven, nos vendrá bien dar una vuelta mientras charlamos. Iremos al colegio para que sepan lo que sucede y a partir de ahí, hablaremos de tu padre con más frecuencia; de lo que te quería, de sus sueños, y de lo orgulloso que estaba de su familia. Él sigue siendo el motor de mi vida y si tú no abandonas su recuerdo, aunque ahora no lo creas y te duela, lo sentirás siempre a tu lado y eso te hará más fuerte.



                                                                                            Mar Lana

lunes, 13 de enero de 2014

Él y ella



Él y ella


El porche de aquella casona de ladrillos rojos en medio de los árboles era el lugar ideal para disfrutar de las tardes soleadas. Y allí estaba Ella, con un vestido de gasa vaporoso y una pamela de rafia que se sujetaba al pelo con una lazada a juego con la falda. Estaba sentada en una mecedora que crujía con el balanceo y que parecía seguir el ritmo del trino de los pájaros. Contemplaba el jardín como todos los días y paseaba su mirada vigilante sobre los columpios de colores, vacíos desde hacía años, que sólo se movían cuando soplaba el viento.
—Inés, David, tened cuidado, no os columpies tan fuerte —dijo Ella a sus hijos levantando la voz.
—Señora, tiene que tomarse la medicación —le indicó la chica que se encontraba a su lado.
—No necesito ninguna medicación. Llame a mi marido.
—Le he traído un té caliente y unas pastas, pero lo primero, las pastillas —insistió la chica de la bata blanca con extremada dulzura.
Ella la miró incrédula y de pronto, le regaló una enorme sonrisa. “Pero si eres María, mi amiga de la infancia”, quiso recordar.
—¡Qué alegría! No pareces tú con esa ropa. Ven, cuéntame qué dicen en el pueblo. Hace tiempo que nadie me visita. Aunque no lo creas, ya sé que me critican y que piensan que soy culpable, pero no hice nada. Fue mi marido quien tuvo una amante. No fui yo la que empezó. Después quiso quitarme a los niños—la voz se quebró en un susurro y tras un corto silencio añadió—: Pero ya lo hemos arreglado y ahora somos felices. Como puedes suponer, yo le he perdonado a medias, aunque Él me ha prometido que nunca volverá a pasar. Ahora nos va bien. En los negocios, Él es un lince; bueno, tú ya sabes, y los niños son buenos estudiantes y tan guapos…Irán a las mejores universidades. 
—Señora, tome las pastillas.
—¿María?¿Dónde ha ido? Venga, ya me tomo las dichosas pastillas para que me dejes en paz y vete a decirle a mi amiga que vuelva otra vez mañana — dijo, perdiendo la paciencia y mirando hacia otro lado.
Poco a poco, los recuerdos se mostraron ante Ella al vaivén de su mecedora. Su vida de lujo, las numerosas fiestas. Su guapo y codiciado marido que era la envidia de todas sus amigas. Y los niños, tan pequeños, ellos lo eran todo.
Vio que las ramas colgantes del sauce llorón se movían. Era Roberto que acudia a su encuentro. Fue su más fiel compañero cuando Él no estaba en casa. Le regalaba flores, le tendía el brazo donde apoyarse en los largos paseos por la finca en los que compartían confidencias. Le hacía reír con su desparpajo poco educado.  Jugaba con los niños y planeaba las excursiones al río, donde los besos furtivos paraban el tiempo y las grandes palabras se quedaban prendidas de los árboles.
Ella iba hacia él, quería abrazarlo, pero ya no estaba. Se dejó caer sobre la hierba.
—“No quiero seguir aquí, no quiero, llévame contigo”, murmuró entre sollozos.
Recordó de nuevo aquella locura, aquel sinsentido. Cómo con frecuencia, Él le gritaba y le levantaba la mano. Enamorada, Ella se rendía y suplicaba. Su consuelo eran los niños hasta que llegó Roberto y tuvo fuerzas para hacerle frente. Las discusiones aumentaron hasta que un día lluvioso y gris, Él llegó de improviso a casa con un rifle. El sonido que salió del arma fue ensordecedor. Tanto, que bien pudo haberse confundido con el trueno de una mala tormenta. Roberto yacía muerto en el suelo y todo olía a pólvora. Fue Ella quien lo encontró al volver con los niños del colegio.  La sorpresa y el dolor del momento facilitaron que Él se llevara a sus hijos y nunca más volvieron.
—Dios mío, no me hagas esto, por favor —imploró a lágrima viva. El silencio lo invadía todo.
Se levantó con lentitud como si los años acomodados en su frágil espalda hubieran aumentado de peso. Se volvió hacia el porche donde esperaba paciente la chica.
—Ni se te ocurra volver a darme esas pastillas. ¿Queda claro? — dijo, señalándola con el dedo índice en actitud amenazante—. Me he manchado el vestido y mira mis ojos. Si viene Él y me ve así se enfadará. No le digas lo que has visto. Ni se te ocurra—le ordenó, recuperando su antigua compostura.

La chica la acompañó al dormitorio. Con mimo, la ayudó a cambiarse y a meterse en la cama. Con el arrullo acompasado de su voz fue calmando a Ella que se recostó plácidamente para dormir y bucear en otros laberintos.


                                                                                                               Mar Lana




jueves, 2 de enero de 2014

"EL CIRCO"


        Lo que tengo en las manos es un envío tardío que me hace empezar el año muy satisfecha y que supone un aliciente para continuar aprendiendo el difícil oficio de la escritura. Es la antología del II concurso de microrrelatos, de temática libre, “Pluma, tinta y papel” que se realizó en Noviembre del 2013. Se seleccionaron 1.100 obras de las más de 3.100 que se presentaron. En este libro, Diversidad literaria ha publicado mi pequeño texto titulado “El circo”.



                                        El circo

La carpa del circo se elevaba grandiosa cargada de luces y colores en la explanada. Los payasos animaban al público desde la puerta:«Entren y vean lo nunca visto. La magia en estado puro», gritaban repartiendo globos de colores. Empezó el espectáculo. Se hizo el silencio. El mago en el centro de la pista dijo: «¡Abracadabra!»…y un agujero negro se abrió y la tierra desapareció.

                                                                                        Mar Lana
                                                                                 
                                                                                                                                                                                                    

viernes, 20 de diciembre de 2013

Felicitación navideña



¡FELIZ NAVIDAD!

Os deseo unas felices fiestas y que esteis rodeados del cariño de las personas amadas.


viernes, 13 de diciembre de 2013

VIRUS (Relato corto)




VIRUS

¡Qué decepción! ¡Estabas tan cerca de conseguirlo! Y al final, sólo tú pudiste beneficiarte de la esquiva fórmula tantas veces manipulada y ensayada. Hubieron intentos fallidos a miles. Entonces, la combinatoria caprichosa de los elementos no se dejó seducir. Tú fuiste el experimento, el campo de pruebas. Y, sin quererlo, el único beneficiario.

Cuando todos alrededor se desplomaron, te convertiste en el único testigo de su partida. Sólo tus lágrimas les acompañaron. No hubo flores, ni féretros, ni música, y el silencio acalló la agonía de tantos gritos, de tanta gente. La oscuridad amortajó esos cuerpos inmóviles suavizando el escabroso escenario en que se habían convertido los campos y las ciudades de todo el mundo. Tan sólo la luz del laboratorio permaneció como un faro hacia la nada, hacia el infinito.

“¿Y ahora qué?”, te preguntas, sosteniendo la cabeza entre tus manos. Ahora, ¿qué vas a hacer? Por lo menos sabes que no eres culpable. En todos los congresos dabas la voz de alerta. En las reuniones secretas gritabas y te amenazaban. En tu fuero interno sabías que algún día pasaría esto. Un virus fabricado en el laboratorio se convertiría en la epidemia temida que arrasaría el planeta y ya nada volvería a ser como antes.

No obstante, en el laboratorio todo funciona. Hay comida, buena temperatura y se ha convertido en un bunker improvisado. Sólo falta sacar todos los cuerpos para quemarlos y vencer al virus de la enfermedad. Es mucho trabajo, pero tienes demasiado tiempo. Cuando todo esté listo tendrás que pensar cómo seguir, cómo luchar, cómo crear tu propio Edén.

Haciendo inventario, te quedan todavía los bancos de óvulos y espermas, la fecundación in vitro, incubadoras, incluso te quedan muestras de semillas no contaminadas. Tienes armas suficientes para hacer de Dios y poner otra vez al hombre en la tierra, clonar las plantas y los animales si es necesario. La labor es ingente, pero aún eres joven aunque ahora te sientas viejo.

El sol seguirá saliendo cada mañana ajeno al ocaso humano y te calentará los hombros, ahora encorvados con el peso de un mundo por hacer. Pero cuando pase un tiempo, también gozarás de "el Séptimo Día" en el que al fin podrás descansar.



                                                                                           Mar Lana

lunes, 9 de diciembre de 2013

"El jugador" (Relato corto)



"El Jugador"

Intentaba enderezar la pajarita de su viejo esmoquin, mientras el espejo le devolvía la mirada de un extraño. Pasaba sus manos sobre el vidrio en un intento por borrar aquel monigote alargado que invadía su intimidad y que no le dejaba vestirse: “Vete, vete, que no me dejas ver los botones”, le decía irritado. Se giró de perfil con un gesto inefable de derrota para ignorar su presencia, mientras buscaba entre la ropa su sombrero. Sólo volvió la cabeza un instante y, con el tono de quien pide permiso, le dijo: “Tú te quedas aquí, ¿eh?, que yo me basto solo”, mientras cerraba las puertas del armario.

No conseguía recordar cuándo comió por última vez y no le preocupaba, pero de beber no se olvidaba. Se palpó la petaca en el bolsillo suspirando; estaba llena, pero no del whisky etiquetado que le gusta. Trató de enderezar la espalda, que el peso de los años inclinaba hacia delante, y salió del antiguo caserón a la calle en busca de fortuna como en tantas otras ocasiones.

Al llegar a la puerta del casino se sintió de nuevo en casa. Todos le conocían; había sido educado y zalamero con las señoras, generoso con las propinas y las mieles de la fortuna lo habían agasajado con frecuencia. Antaño con los naipes fue un maestro, casi un mago, parecía su profesión, pero desde que Rosalía se fue, ya nada era igual. Maldijo el día en que discutieron cuando ella descubrió su doble vida. Vio cómo se iba llorando de la casa con el niño, su hijo, y jamás volvieron. Me lo merecía. ¿Cómo pude jugar y perder lo que más quería? ¿Por qué no le pedí perdón? ¿Por qué no les hice de nuevo el centro de mi vida? Ahora bebía para olvidarla y se arriesgaba sobre el abismo de la locura como castigo. La soledad le carcomía por dentro; cada copa era un tsunami en su cerebro y cuando la razón emergía, quería morirse allí mismo, sin miedo, sin consuelo. Pero el sopor de los recuerdos no se alejaba y seguían a su lado deshilando los jirones de su vida.

Las luces de la sala y el humo amarilleaban las miradas, mientras las sombras íntimas de las esquinas transformaban el lugar en el sitio perfecto para invocar al escurridizo azar. El tapete esmeralda desprendía espejismos de ganancias y riquezas, pero la suerte sabía esquivar la doma. Durante meses le había dado la espalda pero hoy iba a ser diferente, lo presentía. Se acomodó en una mesa frente a cuatro caras inexpresivas. Manos pálidas y rápidas organizaban el juego. Las cartas se deslizaban sobre el terciopelo como expertas patinadoras, al encuentro de dedos nerviosos y tensos que aguardaban en el borde de la mesa. Desde el principio trató de controlar y contar cada movimiento para adivinar la jugada, pero una y otra vez los palos de la baraja se mezclaban, incoherentes, sin alistar a los comodines. No puede ser. La vista se le nublaba. Con angustia pensó: “Hoy tengo que ganar por fuerza, ya no me queda nada, estoy perdido”. Y cada ronda era peor que la anterior. Palpaba inquieto el tapete, las fichas rojas y blancas pasaban a otras manos. Paulatinamente, con cada cigarro y cada copa, se iban consumiendo las horas hasta llegar a la nada. Entonces cesó la música; las atractivas chicas, de grandes ojos pintados de negro y bocas sugerentes y afrutadas, desaparecieron. Las mesas se vaciaban. Todos se iban. La noche cedía el paso al día y la luz se abría camino entre los cortinones granates del salón. Pero él, desorientado, ya no sabía si iba o venía. Le acompañaron a la salida y allí le dejaron solo, como a un huérfano, sin dinero, y sin orgullo.


Pasó bajo el arco de luces de la entrada del local que parpadeaban y le rendían honores, como a un soldado que sobrevive a la batalla. Salió a la calle con un andar inseguro. Afuera llovía con fuerza y oscurecía el amanecer. La gran avenida, adoquinada y brillante, conducía hacia al puente. Fue fácil encaramarse a la piedra helada y resbaladiza, dejarse ir y saltar. No tuvo que pensarlo mucho, ya lo tenía ensayado en su mente. Ni siquiera notó la frialdad del agua. Se dejó engullir sin luchar, arrastrado por el torbellino de la corriente que borraría todas las miserias de su vida y lo acercaría, tal vez, a su amada Rosalía.


                                                                                                               Mar Lana