martes, 22 de noviembre de 2016

Historia del pasado



Historia del pasado

La casa de Juan destacaba  en la ladera del monte por su tejado de pizarra a dos aguas y las molduras rojas de puertas y ventanas que rompían el  blanco de los muros. La construyó su padre desoyendo los consejos de sus vecinos, que nunca se acercaban por esos parajes.
     Juan no lo entendía: aquel lugar con árboles y ricos pastos era ideal para una granja. Nadie quiso explicarle por qué los ganaderos del pueblo utilizaban otros pastos de montes contiguos.
     Cuando todo parecía ir bien, su padre murió. Al poco tiempo, su madre se puso enferma y Juan tuvo que hacerse cargo de las faenas de la granja a una edad temprana. «Este lugar los ha enfermado, los vecinos tenían razón», pensó, pero pronto dejó de lado las supercherías y trabajó con tesón para cuidar de su madre.
     Terminadas las tareas de ese día, Juan emitió un agudo silbido para que le acompañara el perro.
     —Ven, viejo amigo hoy nos toca riscar a nuestras anchas. Todo el monte es nuestro.
     Un ladrido de asentimiento y un meneo frenético de la cola le indicó que era bien recibida la decisión.
     Juntos pasearon y retozaron hasta llegar a la zona rocosa del otro lado del monte. A Juan le impresionaban aquellos enormes montículos de piedras oscuras tan diferentes al resto.     Le gustaba pasar las manos por esas superficies lisas y notar ese tacto suave en contraste con la dureza de sus componentes. Y entonces hablaba en alto de su madre y de sus preocupaciones como si estuviese frente a un oráculo.
     —¿Crees que en este lugar hubo alguna vez  agua?
     El perro con las orejas en punta y la lengua fuera había entendido la última palabra. Juan sacó la cantimplora y le dio de beber en un cuenco de metal.
     Volvió a acariciar la piedra con ternura como quien ordeña una ubre colmada. Las manos, ahora húmedas, le desconcertaron.
  —¡Estaba en lo cierto! ¡Mira, es agua! —Un hilillo de líquido transparente barnizaba la roca a su paso. Se apresuró a recogerlo en su petaca antes de que se agotara.
     Cuando llegó a casa,  preparó un té a su madre con el agua del manantial. Siempre había oído que en la naturaleza se podía encontrar el remedio a todas las enfermedades. ¿Y si sus plegarias hubieran sido escuchadas?
     A los poco días el médico fue a la casa para visitar a la enferma, la encontró cocinando y de buen humor.
     —¿Qué hace levantada?
     —No se preocupe doctor. Me encuentro bien. Ha sido un milagro.
     El doctor, extrañado, se volvió para hablar con Juan en otra habitación.
   —¿Qué ha pasado aquí? —dijo bajando la voz—. No creo en los milagros. Ya sabes que ella estaba desahuciada.
     Juan se encogió de hombros y se hizo el despistado. El médico se acercó, le cogió del brazo y lo zarandeó.
     —No seas estúpido, dime qué le has dado. Te has metido en un buen lío, chico.
     —Sólo le he dado infusiones hechas con plantas del campo —respondió zafándose del brazo que le sujetaba—. No tiene derecho a…
     —¿Crees que puedes mentirme?  No has nacido aquí, no sabes nada de la historia del pueblo, de sus terribles leyendas— le gritó—.  Hace cien años murieron todos sus habitantes. Al principio, los enfermos se curaban, sí, como  tu madre, y después la codicia corrompió a los hombres. Las luchas no cesaban. En castigo, el manantial se arrogó la última palabra. El agua mató a todo el que se quedó aquí. Era puro veneno. Después el agua dejó de brotar. Con el tiempo se repobló la zona, algunos de los que habían huido volvieron, pero nadie olvidó lo sucedido.
     —¡Es terrible…! Pero podemos mantenerlo en secreto  —Juan quiso rebajar la tensión—, usarlo sólo en casos graves. Por aquí no viene nadie.
     El médico se dio la vuelta y furioso salió de la casa sin despedirse.
    A la mañana siguiente, Juan se acercó de nuevo al abrupto lugar. Se tranquilizó al no encontrar rastro de agua, la hierba se mantenía seca en la base de las rocas. «No volveré a tocar la piedra», se dijo. El médico había conseguido asustarlo. De pronto, un estruendo con olor a pólvora retumbó en el valle. Juan se desplomó. Esta vez, el líquido que manó de la roca dejaba un reguero esmaltado en rojo.


                                                               Lana Pradera



(Relato publicado en la antología anual  en papel de Escritores en Red)(2016)




domingo, 13 de noviembre de 2016

El cupón viajero



El cupón viajero


     Nadie me elegirá al estar sujeto en un extremo del cordel que engalana el kiosco. Además exhibo una cifra sin linaje: no es un número primo ni capicúa, tampoco recuerda ningún hecho histórico ni la terminación es atractiva. Jamás estaré en la lista de los festejados. Así que agradezco el soplo de viento que me arranca de mi lugar. 
     Ahora, empujado por el aire, ansío despertar la ilusión y la esperanza de quién me encuentre, hasta que aterrizo sobre el regazo de un mendigo sentado en el suelo. Su sonrisa de niño grande me hace feliz. De pronto, enrolla mi cuerpo y hace un paquetito para guardar hebras de tabaco. Me coloca sobre su oreja y silba.



                                                           Lana Pradera




(Publicado en la antología anual en papel de Escritores en Red, 2016)
    



martes, 8 de noviembre de 2016

Días con otra magia




Días con otra magia



         Hace unos meses que ella decidió venirse a vivir conmigo. Durante ese periodo de su estancia hubo días en los que se resignó sin rebelarse y días en los que manifestó su disgusto farfullando su marcha. Había decidido acoplarse a mi vida, tranquilizada con la reflexión de que iba a ser algo temporal, a pesar de los consejos médicos, porque lo que tenía muy claro es que ella volvería a su casa y a su mundo, al que no pensaba renunciar.

 A medida que pasa el tiempo las dos nos observamos de forma desigual. Ella emplea miradas interrogantes, indiferentes, en ocasiones retadoras, y las mías son todas indulgentes. Pienso que he entrado en una etapa hiperrealista sin magia alguna y me asusto, pero, en parte, me equivoco. Ella me demuestra que me equivoco.

Habitualmente realizo viajes hacia la fantasía desde mi realidad cotidiana. Me escapo cuando esa realidad es monótona, triste, injusta y hasta dolorosa. Es un acto elegido y deseado para esconder mi identidad; deseo vivir otras aventuras dentro de personajes más libres y heroicos. Unas veces lo hago cabalgando sobre las historias de mis libros; otras,  sobre ficciones imaginadas por mí. Disfruto al elegir otros universos con otras coordenadas. Pero ella no lo hace así. Ella trae la fantasía a su mundo. Quiere recuperarlo a toda costa y no le importa inventarlo con recuerdos antiguos, que trocea y distorsiona para crear situaciones nuevas que taponen tantas lagunas. No quiere perderlo. Deambula en un presente de retazos inventados donde los momentos dolorosos ya no existen, donde oye canciones alegres que la ponen contenta cuando nunca antes le había gustado escucharlas. Una realidad en la que ve personajes desconocidos entre los muebles y mascotas que adora como su desparecido perro Yaky. Siempre está acompañada por mí y cuando llega la noche sigue la tertulia en su habitación con los personajes de su cosmos imaginario sentados alrededor de la cama. Con ellos se lo pasa mejor que conmigo.

—¿Cuantos años tengo?

—Noventa y dos —le digo—. En agosto cumplirás noventa y tres.

—¡Quita, por Dios! Qué cosas dices. Es imposible que tenga esos años. ¿Me tomas el pelo?

Siempre coqueta, va muy arreglada. Su maquillaje, su rímel y su barra de labios: si no se los pinta se los muerde. Eso dice, para poder  retocarlos con frecuencia y en el espejo comprobar que está impecable. Es una amante de los trajes de chaqueta con falda, de colores claros y juveniles que retan al paso del tiempo, y de los tacones deslumbrantes de más de seis centímetros. Ella es así.

—¡Qué curioso! ¿No ves?  Todos los que salen en la televisión tienen la cara diferente. Es muy raro. ¿Qué te parece?

—Pues me parece normal —le digo—.  Si fuésemos todos iguales nos confundiríamos unos con otros y no sabrías si soy yo o la vecina. Sería un caos.

Todas esas singularidades le sirvieron de poco cuando ayer no pudo reconocer a sus nietas en una foto y abandonó en una lejanía borrosa a los biznietos.

—Hay que ver que faena. Se me ha muerto todo el mundo. Ya no me queda nadie de familia.

—¿Cómo que no tienes familia? Estoy yo —le digo.

—Ya no vive ninguno y eso que fuimos nueve hermanos —reitera, los ojos acuosos escudriñan un lejano horizonte.

—Estoy aquí. Yo también soy tu familia —insisto de nuevo. No contesta.

Para ella soy la persona que le obliga a mantener sus rutinas, la que presiona para que coma, la que le da esa pastillas raras que no sabe para qué son aunque lo pregunte a diario, la que no deja que vuelva a su casa para vivir sola como hacía antes. Sin ninguna duda, soy la entrometida que controla su vida.

Una y otra vez vuelve a sus vivencias y es ahora cuando conozco mejor las vicisitudes de mi familia, de mis ascendientes y de ella misma. Profundizo en mis orígenes y llego hasta las raíces últimas de mi identidad. Soy el resultado de un gran amor y sacrificio familiar, de una época, de un tipo de educación y de unos valores que me acompañarán siempre. Es una deuda enorme.





                                                                            Lana Pradera




(Publicado en la antología "El nuevo tintero" de Netwriters)(Enero,2017)(Editorial Atlantis)