martes, 19 de abril de 2016

Por los aires


Por los aires

Las escaleras son objetos en los que no suelo pensar, porque las aborrezco.

Sé que diréis: ¿Cómo puedes opinar así de ellas? Incluso, desearíais  convencerme de que son estructuras maravillosas que, desde la antigüedad, han elevado el ego humano a una altura insospechada. Es posible. No me resulta difícil admitir que el hombre ha conseguido alzarse, peldaño a peldaño, sobre el resto de seres del planeta y disputar la hegemonía de los cielos a todos los bichos alados que surcan el firmamento. Pero en mi caso, el resultado ha sido funesto.

La sola visión de una escalera vuelve a recrear en mi cerebro situaciones humillantes que me han perseguido toda la vida. Me he caído en todas las que conozco. ¡Sí! Habéis leído bien. He rodado por ellas como un fardo, he roto zapatos y huesos, y hasta he enseñado las bragas. Ahora llevo unos tangas monísimos y los pantalones predominan en mi vestuario.

Cuando se generalizaron los ascensores, puse velas a la Virgen agradecida. De no haber sido por ellos, hoy no estaría con vosotros desbrozando parte de mi biografía.

En el colegio, competía con las amigas. Contábamos el número de cardenales que lucían nuestras piernas. Siempre ganaba yo, aunque ellas presumían de conseguirlos mientras patinaban en la pista de hielo, se tiraban por el tobogán o andaban en bici. Lo mío era más aburrido.

Recuerdo el día más importante de mi corta vida infantil. Me iban a poner de largo. La primera comunión era un acontecimiento memorable para cualquier niña y yo me sentía la princesa de mi propia historia: vestida de blanco, llevando sobre la cabeza un velo hasta los pies unido a un tocado de flores, como una corona, que sujetaba una melena de tirabuzones hechos con tenacillas. Pensando en los preparativos, tuve fiebre la noche anterior y no pude dormir.

Era la hora. Los dos tramos de escalones alfombrados del portal me aguardaban. Un rellano los separaba con dos enormes espejos que flanqueaban los laterales hasta el techo. Al final de la escalinata esperaban mis súbditos: padres, tíos, amigos y fotógrafo. Inicié el descenso. Sujeté los laterales del vestido, como lo hacían las reinas en las películas. Me sentía una de ellas, henchida de gracia y elegancia. Al llegar al descansillo y ver en las lunas mi reflejo multiplicado hasta donde alcanzaba la vista, me sentí transportada a un mundo mágico. Giré como una peonza para verme desde todos los ángulos hasta que tropecé con mis pies y caí rodando hecha un amasijo de tules y enaguas. Mi nariz sangraba sin freno. Fui la única que comulgó vestida de calle a pesar de todos los lloros.

Otro recuerdo imborrable se produjo cuando empezaba el primer curso en la universidad. Unos días antes de asistir a mi primera clase había hecho un descubrimiento genial. Aumentaba seis centímetros de estatura con sólo subirme a unos tacones que, desde entonces, se soldaron a mi anatomía. Más de doscientos alumnos accedíamos al Aula Magna por la parte elevada del anfiteatro. Una escalera central con peldaños de poca altura descendía hasta la mesa del profesor. No hace falta aclarar que bajé ese trecho como si volase sentada en la alfombra de Alí Babá. Fue una entrada triunfal e incluso tuve imitadores.

Y por último, cómo voy a olvidar mi boda. Dije un no rotundo al traje blanco y a los velos; no a las escalinatas; no a las multitudes. Nos casamos en diciembre, un día antes de los Santos Inocentes, menos mal, en pleno luto nacional por la muerte de Franco. Y no fue de tapadillo como murmuraron algunos. Pensaron que estaba embarazada, pero no. La capilla era pequeña y el sacerdote resultó ser un progre de izquierdas; así que puso de vuelta y media a todos los presentes.  A la salida, el diluvio. Mi flamante marido y yo resbalamos en el bordillo de la acera y despatarrados allí, fue donde nos hicieron las mejores fotos. El ramo salió despedido y lo cogió el cura que, al tiempo, dejó de ser tan cura. Desde entonces hemos dudado si estábamos canónicamente casados.

         Por suerte, continua la lucha contra las escaleras y ahora predominan las rampas con lo que mi esperanza de vida parece alargarse.


                                           
                                                                             Lana Pradera




(Publicado en la antología "El nuevo tintero" de Netwriters) (Enero, 2017) (Editorial Atlantis)

sábado, 2 de abril de 2016

Tocar el Azul



               .



Tocar el azul


                 A pesar de que la sala de espera está decorada en tonos pastel, froto mis manos al notar que se humedecen. Mi hijo, de cuatro años, entra acompañado del tutor y nos sentamos los tres alrededor de una mesa. El niño despliega unas cartulinas blancas con dibujos de colores que alinea de forma rutinaria.

                Señala uno a uno los pictogramas en una secuencia ordenada.

                «» niño-Yo «» niño anda «» dos manos se estrechan «» persona-Papá «»

                «Yo voy a saludar a papá»


                Me tiende la mano sin desviar la mirada de la punta de sus uñas. Acerco la mía. Una caricia azul empaña mis ojos, pero permite que vea cómo aquellos dedos infantiles no huyen de mí.

                                                                                          Lana Pradera