La escollera
Aquel iba a ser un día tórrido de verano como otro
cualquiera. No se veían indicios para sospechar lo contrario. Aún dormido, me
aparté de la ventana para disfrutar de una larga y estimulante ducha fría;
luego me sequé y sentí que mi piel seguía húmeda. Pensé: “Seguro que hoy se
funde el termómetro”, mientras me acercaba a la cama donde parecía haberse
librado una gran batalla. Sonreí recordando cómo la noche pasada Elisa y yo
aterrizamos en el suelo, enredados en las sábanas, jugueteando como niños y
amándonos hasta la médula.
Ella siempre me llevaba la delantera. Madrugaba más que
yo y planificaba cada hora de la jornada. Experta en hacer tejemanejes, había
cambiado la cita de unos clientes para disponer de unos días y celebrar nuestro
segundo aniversario de boda. Pensando en ello, me quedé ensimismado frente al
espejo mientras la recordaba desnuda; la veía como un todo que me completaba,
que colocaba mi yo en el pedestal de las mayúsculas, que me volvía loco. Era la
mejor época de mi vida. ¡Oh, Dios! Despierta.
Venga, que llegas tarde.
El móvil vibró reptando
sobre la mesa. Era un mensaje:
10:00, 22 agosto
—¿Te he despertado, dormilón?, estoy al final de la playa, en las rocas.
Acuérdate del vídeo; el paisaje es precioso y el mar hoy está muy bravo.
Comeremos por aquí cerca. Besos.
10:05, 22 agosto
—Estoy de camino, cielo. Esa zona escarpada parece peligrosa, dicen que hay
muchas corrientes, ten cuidado. Te quiero.
Al llegar donde me
dijo, me asombró el paisaje abrupto y rocoso del acantilado, nada que ver con
la suavidad de la playa. Esa montaña, como salida de la nada, nos conquistó con
sus grutas y sus arcos de catedral marina donde estallaban las olas con toda su
fuerza, desparramando la espuma alrededor, como si de un brindis se tratara.
Nos besamos allí mismo en el rompiente, apasionados y renovamos todas nuestras
promesas.
Era imposible bañarse y
me dediqué a filmarla porque, al igual que una modelo, sabía colocarse sobre
las rocas con poses sugerentes y atrevidas, poniendo sus manos detrás de la
cabeza, mirándome traviesa. Su pelo, ensortijado por el agua, le favorecía. Me
dedicaba sonrisas y besos para inmortalizar momentos que darían fe de que,
pasara lo que pasara, lo que había entre los dos era algo auténtico.
Cuando iba a hacerle la
última foto, vi cómo una enorme ola cabalgaba a gran velocidad detrás de ella.
Su altura superaba la arcada rocosa que nos servía de fondo. Alarmado solté la
cámara y le grité:
—¡Corre, corre, ven aquí!
Fue demasiado rápido.
En unos segundos se giró para ver el peligro y sin apenas tiempo, me devolvió
una mirada aterrada de despedida.
—¡No!¡No!¡Espera!¡Voy a por ti!—chillé, desesperado.
La ola potente y
ensordecedora no me dejó llegar. Su enorme fuerza me revolcó sobre las rocas
afiladas que arañaron mi carne provocando un dolor agudo que recorrió
todo mi cuerpo. Tras chocar contra la pared montañosa la masa de agua se
retiró hacia el mar dándome una tregua, pero mi esposa ya no estaba. Empapado y
sangrando, me acerqué al borde de la escollera y la vi con horror tendida sobre
un saliente con los brazos colgando. Parecía muerta. Tenía un fuerte golpe en
la cabeza y la sangre le resbalaba por la cara. Me tiré sin pensarlo y nadé con
todas mis fuerzas hacia ella. Vi que no se movía. Cuando iba a alcanzarla, otra
ola nos embistió sin piedad y su cresta nos empujó hacia las profundidades de
la gruta. Advertí cómo se hundía y la seguí hasta que pude asirla del brazo,
pero ya no tenía fuerza para subirla y me dejé arrastrar por la corriente
pegado a ella. Mi mundo no era nada sin su presencia, no había elección,
sólo la de seguir con ella.
A los pocos segundos vi
una luz que perforó el agua y nos señaló la salida de la cueva. Fui a ese
punto, agarrándola como pude, hasta sacar su cabeza del torbellino y conseguir
que mis pulmones, exhaustos, aspirasen el aire que necesitaban para empujarla y
acercarla a la orilla. Allí, le abrí la boca para soplarle con fuerza un
aliento que se me escapaba con la angustia del momento hasta hacerla
reaccionar, mientras gruesos lagrimones caían por mis mejillas.
—Ya pasó todo, amor, estamos juntos, te pondrás bien—dije abrazándola mientras
temblaba.
Mar Lana
(Relato presentado al concurso mensual de febrero-2013 de los alumnos del Placer de Escribir de Planeta Agostini bajo premisas establecidas. "Romántico". Obtuvo el quinto lugar de veintiocho relatos )