Por
los aires
Las escaleras son objetos en los que no suelo pensar,
porque las aborrezco.
Sé que diréis: ¿Cómo puedes opinar
así de ellas? Incluso, desearíais convencerme de que son estructuras
maravillosas que, desde la antigüedad, han elevado el ego humano a una altura
insospechada. Es posible. No me resulta difícil admitir que el hombre ha
conseguido alzarse, peldaño a peldaño, sobre el resto de seres del planeta y
disputar la hegemonía de los cielos a todos los bichos alados que surcan el
firmamento. Pero en mi caso, el resultado ha sido funesto.
La sola visión de una
escalera vuelve a recrear en mi cerebro situaciones humillantes que me han
perseguido toda la vida. Me he caído en todas las que conozco. ¡Sí! Habéis
leído bien. He rodado por ellas como un fardo, he roto zapatos y huesos, y
hasta he enseñado las bragas. Ahora llevo unos tangas monísimos y los
pantalones predominan en mi vestuario.
Cuando se generalizaron los
ascensores, puse velas a la Virgen agradecida. De no haber sido por ellos, hoy
no estaría con vosotros desbrozando parte de mi biografía.
En el colegio, competía con
las amigas. Contábamos el número de cardenales que lucían nuestras piernas.
Siempre ganaba yo, aunque ellas presumían de conseguirlos mientras patinaban en
la pista de hielo, se tiraban por el tobogán o andaban en bici. Lo mío era más
aburrido.
Recuerdo el día más
importante de mi corta vida infantil. Me iban a poner de largo. La primera
comunión era un acontecimiento memorable para cualquier niña y yo me sentía la
princesa de mi propia historia: vestida de blanco, llevando sobre la cabeza un
velo hasta los pies unido a un tocado de flores, como una corona, que sujetaba
una melena de tirabuzones hechos con tenacillas. Pensando en los preparativos, tuve
fiebre la noche anterior y no pude dormir.
Era la hora. Los dos tramos
de escalones alfombrados del portal me aguardaban. Un rellano los separaba con dos enormes espejos que flanqueaban los laterales hasta el techo. Al final de la escalinata esperaban mis súbditos: padres, tíos, amigos y fotógrafo. Inicié el descenso. Sujeté
los laterales del vestido, como lo hacían las reinas en las películas. Me
sentía una de ellas, henchida de gracia y elegancia. Al llegar al descansillo y
ver en las lunas mi reflejo multiplicado hasta donde alcanzaba la vista, me
sentí transportada a un mundo mágico. Giré como una peonza para verme desde todos
los ángulos hasta que tropecé con mis pies y caí rodando hecha un amasijo de
tules y enaguas. Mi nariz sangraba sin freno. Fui la única que comulgó vestida de
calle a pesar de todos los lloros.
Otro recuerdo imborrable se
produjo cuando empezaba el primer curso en la universidad. Unos días antes de
asistir a mi primera clase había hecho un descubrimiento genial. Aumentaba seis
centímetros de estatura con sólo subirme a unos tacones que, desde entonces, se
soldaron a mi anatomía. Más de doscientos alumnos accedíamos al Aula Magna por
la parte elevada del anfiteatro. Una escalera central con peldaños de poca
altura descendía hasta la mesa del profesor. No hace falta aclarar que bajé ese
trecho como si volase sentada en la alfombra de Alí Babá. Fue una entrada
triunfal e incluso tuve imitadores.
Y por último, cómo voy a
olvidar mi boda. Dije un no rotundo al traje blanco y a los velos; no a las
escalinatas; no a las multitudes. Nos casamos en diciembre, un día antes de los
Santos Inocentes, menos mal, en pleno luto nacional por la muerte de Franco. Y
no fue de tapadillo como murmuraron algunos. Pensaron que estaba embarazada,
pero no. La capilla era pequeña y el sacerdote resultó ser un progre de
izquierdas; así que puso de vuelta y media a todos los presentes. A la salida, el diluvio. Mi flamante marido y
yo resbalamos en el bordillo de la acera y despatarrados allí, fue donde nos
hicieron las mejores fotos. El ramo salió despedido y lo cogió el cura que, al
tiempo, dejó de ser tan cura. Desde entonces hemos dudado si estábamos
canónicamente casados.
Lana Pradera
(Publicado en la antología "El nuevo tintero" de Netwriters) (Enero, 2017) (Editorial Atlantis)
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